lunes, 6 de octubre de 2014

Crítica "Dios no tiene tiempo libre"
El imparcial
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El Teatro en El Imparcial: Dios no tiene tiempo libre: autenticidad escénica

Lucía Etxebarría, que ha labrado su fama con la novela, retorna a sus orígenes teatrales, tanto tiempo aplazados. Lo hace con una pieza excelentemente escrita y que ella misma dirige. Un género, el teatral, donde la autenticidad de la creación se realiza sin intermediarios, cara a cara frente a un público que la saborea de primera mano.
El Teatro en El Imparcial: Dios no tiene tiempo libre: autenticidad escénica
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Dios no tiene tiempo libre, de Lucía Etxebarría

Directora de escena: Lucía Etxebarría
Dirección técnica: Marta López Peciña
Intérpretes: Antonio de Cos, Ruth Díaz y Carmen Gutiérrez
Lugar de representación: Teatro del Arte (Madrid).
Es de celebrar que Lucía Etxebarría haya resuelto adentrarse de un modo decidido en el mundo de la escena, cuando parecía una opción descartada después de sus ya lejanísimos escarceos teatrales en la década de los años ochenta, antes de sus dos primeros éxitos narrativos con “Amor, curiosidad, prozac y dudas” y el Premio Nadal obtenido con “Beatriz y los cuerpos celestes”. Esa brillante trayectoria como novelista todavía está anclada en la época de la reproducción mecánica de la obra de arte -célebre conceptualización de Walter Benjamin-, en tanto que el escenario teatral, por esencia, está despojado de todo lo mecánico, lo industrial, la reproducción en serie. Nos da la impresión de que Lucía Etxebarría ha buscado refugio -quizá restañar heridas- en este recodo de innegociable autenticidad que es el teatro.
El libro ha adquirido otro cariz en la era digital, dentro de ese inmenso espacio abierto al latrocinio en que se va convirtiendo internet para los creadores. El teatro, por el contrario, exige la creación en el escenario jornada a jornada, día a día, segundo a segundo, una invención que desaparece y se erige, de nuevo, a cada instante ante la presencia directa del espectador. Ninguna función es igual a la precedente, cada momento creativo es único e irrepetible. La relación intelectual y emocional con el público es directa, sin intermediarios, libre de distorsiones. Con “Dios no tiene tiempo libre”, Lucía Etxebarría ha sometido su universo literario a este riguroso examen de veracidad que es el escenario en íntima compenetración con sus espectadores.
Y sale muy bien librada de esta prueba de fuego. Lucía Etxebarría nos narra la muerte y resurrección vital de su protagonista, Elena, en su aparentemente desahuciada vida, que se verá acompañada de paralelas muertes y resurrecciones existenciales de quienes conviven con ella, su prima Alexia y David, un actor contratado del que no acabamos de distinguir con nitidez cuándo está actuando por dinero y cuándo se mueve por sentimientos auténticos. Etxebarría ha creado con ellos una situación perfecta para que apreciemos el juego de amor y de traición, de engaño y de verdad, de crueldad y ternura, de resentimiento y de perdón, de codicia y de impulsos desinteresados, que se establece implacablemente entre los tres. Hace bien la autora de “Un milagro en equilibrio” en denominar su drama como “una comedia negra y romántica”. Negra y a la vez romántica porque los componentes siniestros, malvados o autodestructivos experimentados por sus personajes son combatidos por un propósito de solución, de compromiso, de reparación, que les puede redimir a través de un idealismo tan enérgico como la antagónica tendencia a la infelicidad.
Ese combate se aleja terminantemente del melodrama en cuanto que el pulso pasional no se constituye solo entre unos personajes frente a los otros, sino en el laberinto de contradicciones internas de cada protagonista. Nos hallamos, pues, en el territorio emocional característico de Lucía Etxebarría. Probablemente acentuado aquí por la desnudez con que esas pasiones irrumpen en escena. La autora -que además dirige la pieza- ha optado con acierto por renunciar a cualquier aparato escenográfico que emborrone con efectismos las verdades que van emergiendo tras las estrategias de fingimiento de cada uno de ello. La obra sugiere a la imaginación espacios muy definidos, mansiones de lujo, hospitales de cuidados paliativos para incurables, pero en escena lo que realmente se ve es la pasión oculta que se abre poco a poco camino provocando dolor y esperanza. Lucía Etxebarría ha querido justificar este escenario despojado de escenografía en las formulaciones de Peter Brook, y, antes que él, Ron Davis, dentro de un teatro experimental de agitación. Pero no debemos olvidar que antes de ellos la idea de un escenario desnudo abierto a la pasión ya había sido fijada por la revolución teatral de Copeau, y aún antes que Copeau, por la teoría y la práctica del teatro desnudo de Miguel de Unamuno, verdadero iniciador de esta concepción teatral.
Me interesa esa genealogía que nos remite al Unamuno de “La esfinge”, “La venda” o “El hermano Juan o el mundo es teatro”, porque “Dios no tiene tiempo libre”, de Lucía Etxebarría, nos presenta tambiénpersonajes agónicos que viven en una permanente contradicción y lucha interna. La trama argumental mantiene al público atento a la próxima revelación, a la siguiente venda que caerá en las tramposas relaciones de unos con otros, pero todas esas celadas y maquinaciones provienen de una más profunda guerra intestina del personaje consigo mismo, donde encontramos el fondo del mal y a la vez la promesa de una salvación que antes parecía imposible. Es esta perspectiva última la que saca a Lucía Etxebarría del pesimismo inclemente unamuniano. Como si un Dios impaciente otorgase un posible milagro a seres que han de materializarlo sin dilaciones porque no se les volverá a ofrecer una segunda oportunidad.
A la par que historia íntima, “Dios no tiene tiempo libre” posee también una dimensión colectiva. No solo por los casos de corrupción política en los que se ven involucrados los esposos de Elena y Alexia, sino también por el consentimiento implícito que ellas y su entorno les conceden en su propio beneficio. Este drama escueto también puede leerse como el de una sociedad que se ha basado en los señuelos y las falsas apariencias de respetabilidad, mientras sus acciones se guiaban por ocultas ambiciones, orgullos y codicias que no la redimían de su infelicidad. Con “Dios no tiene tiempo libre”, Lucía Etxebarría también concede una posibilidad de redención a un país que parecía desahuciado.
Con un texto impecable, brilla la actriz Carmen Gutiérrez, en la que la palabra se involucra sin fisuras con el lenguaje corporal. Antonio de Cos resuelve con profesionalidad su cometido, en tanto que Ruth Díaz se deja llevar por la falta de inflexiones incomprensible en una actriz de su trayectoria, algo que quizá remita más a la dirección de actores que a sus propios recursos interpretativos. Lucía Etxebarría ha llevado a cabo un excelente trabajo de escritura. En su desempeño como directora de escena, en cambio, le falta la pericia que da la experiencia. Hay frases donde el ritmo decae y el tiempo se alarga, particularmente los coloquios finales entre David y Elena en el hospital. También sabemos cuándo Elena está enferma o cuándo recobra la salud por las palabras de los personajes, no por la interpretación de Elena, que mantiene idéntico tono en una situación u otra. La dolencia y la vitalidad deberían llegarnos no solo a través de las palabras, sino mediante las emociones que proceden de la forma de sentir de la protagonista. Porque la enfermedad y la salud son claves centrales en este drama, a escala personal y a escala colectiva. Cuestiones que no empañan, sin embargo, el valor del combate librado tenazmente en “Dios no tiene tiempo libre”.Inmejorable aterrizaje de Lucía Etxebarría en el arte escénico.